lunes, 17 de noviembre de 2014

La verja


Hoy escribo en dos etapas las lineas que siguen. Lo hago sobre el cuerpecito creciente de mi bebé, que mama ajeno a todo, como si nada. Le voy cogiendo el truco a esto de simultanear tareas y, a pesar de que su cabecita rebote en mi antebrazo con cada trazo, prefiero hacerlo así que no hacerlo.
Dos etapas, digo. Una a lápiz, desde un cómodo sillón que esperaba en nuestra recién estrenada casa y que ya he elegido como mi preferido. Para leer, escribir, alimentar al canijo y desde el que puedo soñar con nuestro futuro.


Lo hago sobre las páginas de una libretita preciosa, con un curioso y decorativo encuadernado que deja visible el entramado de hilo y papel en su perfil. Uno de esos sencillos regalos que te enamoran y que te inspiran. La segunda etapa de mi escrito la haré sobre las teclas. Esas que lo harán público y que últimamente reservo para lo funcional, lo necesario. Cosas como la compra, la prensa, el correo, las redes. Lo que me conecta con el exterior, sin salir de este techo que nos cobija. Porque atravesar las paredes de tu casa lleva su tiempo cuando es un bebé de dos meses y pico el que te acompaña las veinticuatro horas del día. Dúchate. Desayuna. Vístete. Aliméntale. Cambia su pañal. Vístele. Preocúpate por tener todo listo para cuando llegue ese momento.


(Pausa en el relato: Carlos decide soltar la teta y hace un amago de cabezadita. Pruebo suerte por si decide echarla de verdad, y lo acuesto a dormir. Cruzo los dedos mientras escribo, y le sonrío al comprobar que ya está con los ojos abiertos mirándome a los veinte segundos de caer en la cunita que hay junto al sillón).

Decía. Cuando lo tienes vestido tienes que salir pitando sin volver la vista atrás. Debes ignorar los platos en el fregadero, la cama sin hacer, los restos eternos de la mudanza. La vida es desorden, intento pensar. No te detengas. Tampoco lo haces porque Carlitos es el que decide ahora y, con la chaqueta puesta, metido en el capazo, el saco, la manta y las ganas, a ver cómo le cuentas que no encuentras el móvil, que vas a ponerte crema en las manos o a por las gafas de sol a la cocina. Nanai de la china. Decide por ti que ha llegado ya el momento del paseo diario. Tan necesario para él y en realidad para ambos. Después de una escena de equilibrismo en el ascensor, sujetando las piezas del carro con un brazo, una pierna y la nariz, en unos ocho minutos estás en la calle, sudando y con Carlitos ya en los brazos de morfeo. Para eso tanta prisa, piensas.





Y es entonces cuando vuelves a estar sola de nuevo, aunque sea así, de manera ficticia y momentánea. Vuelves a ser tú la que guía tus pasos. Y lo haces normalmente hacia ese remanso de paz, ese oasis, esa isla verde que


(Nueva pausa en el relato: Carlitos ya debe haber corrido una maratón desde que lo dejé en la cuna y acabo de decidir que sus pucheritos y su inquietud patadil son la consecuencia del hambre, así que le enchufo la otra teta. Al menos eso me dará un margen).








Pues como decía, que casi siempre acabo sumergida en los húmedos y otoñales caminos del Retiro. En ocasiones me adentro en el parque y me mezclo con los turistas. Esos días busco el saxofón igual que el murmullo de la multitud. Quiero ver el lago, los patinadores y ciclistas, las grandes avenidas. Otras veces me acerco a la biblioteca, decisión que me lleva a atravesar el parque y sus desniveles, empujando el carrito de un bebé apacible. Los cambios en el terreno le despiertan un instante, chequeando así el paso del adoquín al liso asfalto o a la tierra mojada.








 Pero la mayoría de las veces opto por mi camino de antaño, el que rodea el parque. No es ni mucho menos el más bonito, pero es el que me mantiene en conexión con el ruido y el ajetreo de la ciudad. De alguna manera, me conecta con la Noelia no-madre, la consultora, la trabajadora infatigable amiga de los objetivos, de la pizarra y sus planes y de la satisfacción del trabajo bien hecho. También es éste el camino de los que corremos, un cerco al gran jardín que nos permite contar las distancias cómodamente y nos evita distracciones innecesarias. Un sano camino de tierra dedicado a la desconexión de la mente y el énfasis en la zancada. Cerca de la salida, casi reservado para los que paseamos deprisa.

(Otra intensa y angustiosa pausa: se quema en el fuego algo que dejé hirviendo, ya hace demasiado rato. Llamo corriendo a mi paciente marido para que me eche un cable, él se ocupa. Y ya caigo por un momento en ese pesimismo que me aturde últimamente y que tiñe de oscuro unos días que reconozco preciosos, la sensación de que por cada concesión que me hago, por cada mini espacio que me permito, arrastro inevitablemente algún olvido, algún despiste o renuncia. Caigo en la cuenta de que no puedo con todo, por mucho que me empeñe, en que siempre estoy eligiendo a qué puedo dedicar mi tiempo y qué no. Como ex-mujerquesípuedecontodo reconozco aquí mismo que es lo que más me está costando).







Pues ese paseo, esa rutinaria danza perimetral por el rectángulo verde que preside Madrid, me une a una realidad pre-maternal a la vez que me separa. Me gusta bordear el parque junto a la verja porque puedo percibir la frondosidad de los árboles y su vida, sin dejar de sentir el tráfico, el trajín y su prosperidad.




Mientras camino, abrigando a mi pequeño de vez en cuando, pienso en mi vuelta al trabajo, ahora que ando en el ecuador de mi baja maternal. Miro esa verja y pienso que cada vez está más alta, más punzante, en lugar de ser al revés e ir menguando. Que cada vez es más grande la separación entre ciudad y parque, mayor el contraste. Que hubo un día en que ambos se mezclaban y no empezaba lo uno cuando acababa lo otro. Que no había que delimitar ni proteger nada porque imperaba el sentido común. Y sueño con el día en que desaparezca de nuevo la verja, aunque sea de gran belleza, en realidad, y nos haya costado levantarla de motu propio. Que pueda ser mi hijo el que lo vea.










Sueño, mientras camino, con una maternidad sin destierro laboral, sin necesidad de elegir entre estar dentro o fuera y que sea la mente la que ponga el foco en crecer, como madre y como mujer, como persona. Porque las ramas de los árboles se pueden talar para que no engullan edificios ni dificulten el progreso, pero las raíces, la búsqueda incansable de agua para sobrevivir, esa me temo que no hay quien la pare.












2 comentarios:

  1. Borraste con tinta de madre la distancia Atlántica entre Carloss. Gracias!

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  2. Esas vallas que crecen tendremos que echarlas abajo, juntos, y disfrutar con el camino que se abra tras ellas

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