miércoles, 7 de noviembre de 2012

Bond no quiere jubilarse


Me chifla ver cómo hasta James Bond se afilia a lo antiguo, él que siempre se sirve (o le sirven) de los más avanzados aparatitos tecnológicos. Hoy su mejor gadget es un cuchillo.
Resulta innegable el paso de los años, también en el mito. Es humano, nos cuentan ahora. Y me gusta. Tiene inseguridades, vicios y debilidades. A mi entender, es algo que lo hace imperfecto y, por ello, mucho más real.
Bond vuelve con la misma lealtad de siempre envuelta en un fino papel de experiencia. Sus fuerzas no son las de antes, tampoco lo es su precisión. Pero su decadencia existe sólo para los demás, aquellos que se quedan únicamente con lo que se ve. Inconscientes.

La cinta está impregnada de pretéritos, me niego a pensar que es mi mente la que lo evidencia. En ella se valora, es más, se homenajea a lo viejo. Quiero ver que hasta la chica Bond es vieja. Prácticamente la única mujer que, sin acento exótico, sin curvas exuberantes  ni traslúcidos desnudos tiene un peso significativo en este momento de la vida del agente secreto. Es a ella a quién más protege esta vez, y lo hace como protegiéndose a sí mismo, revelándose contra las jubilaciones anticipadas, destierros forzosos cuando éstas no son deseadas y representan el final de algo que se siente todavía vivo. A otro nivel, sí, y con otro tono,  pero con mucho que aportar, más que decir y, lo que es más importante, todo por enseñar.

Se afeita con cuchilla antigua mientras se reafirma en que, en ocasiones, lo antiguo es lo mejor. Supongo que pensará lo mismo al echarle un trago al Macallan de 50 años que ahora le acompaña.
El pasado le ayuda a creer en un futuro, a pelear por él. Nos enseña su Escocia natal para refugiarse del peligro. A nosotros y a M. Y no es gratuito. Cuando uno enseña sus orígenes lo hace como abriéndose el alma, como diciendo de aquí sale todo lo que soy y todo lo que tengo. Dándole al otro el permiso para escudriñar en la historia, aún sabiendo que no lo hará porque no lo necesita. James Bond nos transporta a la suya conduciendo un Aston Martin del sesenta y pico que, aunque incómodo y lento, provoca un orgasmo de reminiscencia a más de uno. La música, la primera de todas, armoniza el reencuentro.
La destartalada ermita junto a la tumba de sus padres sirve de telón, de cierre. Una despedida como otras que ya hubieron y tantas otras que habrán. Porque Bond, todavía, no quiere jubilarse.