lunes, 23 de diciembre de 2013

Por encima de todas las cosas







Nostalgia navideña la que inunda el alma...al recordar tiempos de niñez e inocencia...de abuelos y primos...de regalos y nervios.

Siempre habrán tintineantes luces que, entre las ramas de un abeto, hagan soñar al que las mire.

Porque es tiempo de nostalgia...pero también de esperanza... y de sueños...


Feliz Navidad a todos, no dejéis nunca de anhelar y de amar, por encima de todas las cosas.









martes, 10 de diciembre de 2013

Motivos


Tras meses de ausencia, secuestrada por el trabajo durante noches y días, vuelvo a coger paleta y pincel para jugar de nuevo con los colores. Tiempo de cambios, de viajes, de cortas y hormigueantes esperas. Los días pasan tremenda y peligrosamente deprisa cuando vives al máximo y duermes poco. Porque trabajar también es vivir, aunque muchos se empeñen en autoconvencerse de lo contrario. No estás dormido, ni estás muerto. Simplemente estás...trabajando. Volcando tus horas en tareas que, cuando te gustan, te envuelven.
En el momento en el que esta ola de acontecimientos pasa, lo que queda vuelves a ser tú. El tú más esencial y más sincero. Durante algunos años cambias a menudo de ideas, de mensajes. Tu personalidad se expande, porque así debe ser, y pareces no reconocerte en cada mirada que echas al espejo. En cambio últimamente, exceptuando ciertos tsunamis emocionales, vuelves a parar y a encontrarte con lo que conoces y con lo que, además, no quieres cambiar porque te define.

Y a todas éstas, en un nuevo e improvisado fin de semana solitario, te adentras en una antigua estación de tren, llena de cosas antiguas y de gente que, en cierta manera, también lo es...
Una fría pero soleada mañana de invierno te enfundas en tu recién no-estrenado abrigo de pelo negro (o así es como se le debería llamar a la primera vez que te pones algo de segunda mano que acabas de adquirir) y buscas intencionadamente el calor de la gente y de los trastos. Y de ambos entremezclados.
El Mercado de Motores es hoy para mí, sin duda, la musa que vuelve sin avisar, la chispa que ilumina unas brasas desde dentro.
Llego a la antigua estación de Delícias, que hasta el año 1969 vió partir trenes hacia Cáceres y Lisboa, y ya me contagia la música que sale de las cuerdas del bajo y las guitarras de cuatro ángeles que se sitúan junto a la puerta. Sí, ángeles desgreñados, con camisas de cuadros y barba de semanas, pero lo que tocan me resulta lo más fresco y, a la vez, lo más profundo que he oído en mucho tiempo. El sol se refleja en los grandes cristales de la fachada principal de la estación, que hace hoy de museo, y donde se exponen piezas de trenes, espectaculares maquetas y vagones de cuento que un día transportaban sueños.
Al entrar, acompañada aún de la icónica melodía, me golpean olores y sonidos que evocan precisamente lo que esas paredes guardaron hace no demasiado tiempo. El aroma del café recién hecho se mezcla con un resquicio de olor a carbón que sale de la techumbre. El barullo del gentío se convierte en telón de fondo de mi visita. Alguna voz acuciante le da la perspectiva a la escena.

De una ojeada compruebas levantando la vista que la historia está bien hilada. Una atmósfera nada forzada, diría que bien conseguida, parte del lienzo ya de por sí inspirador. Puestos y tenderos seleccionados con inteligencia y buen gusto. Variedad y casi ningún elemento de relleno.
Juguetes clásicos, papiroflexia, sombreros y tocados, juegos de mesa, gafas y bisutería, pajaritas, quesos y panes, vinos y aceites, ropa, muebles y un sinfín de trastos usados y nuevos se suceden ante mis ojos esta mañana de domingo.
Dentro los comerciantes y fuera, entre las ocres hojas de unos imponentes plátanos madrileños, gente vendiendo las cosas que le sobran para, imagino yo, comprar lo que le falta.
Afortunadamente, este es uno de esos días en los que nadie me espera y el tiempo me sobra. Es por eso que encuentro un par de joyitas y regateo por ellas. Me pierdo de nuevo entre la multitud, observando vajillas y telas, e intentando retener en mi memoria en qué puesto tienen aquello que me interesa, para abordarlo en la segunda pasada.
Intento imaginar, mirando al que pone precio a sus cosas, el por qué de la decisión. Y, quizá me equivoco al pensar que tiene que haber un motivo.

¿Es necesario tenerlo? ¿No deberíamos, al contrario, buscar el pretexto para quedarnos las cosas?


Es posible que nos dé pánico comprobar que muchas veces no existe. Que no hay una razón para no desprendernos de algo y dejar así que vaya a parar a unas nuevas manos que le den otra vida.
En los exteriores de Motores encuentras gestos que se mueven entre la pena y la alegría,  entre la valentía y el miedo de quienes se atreven a buscar en tus ojos sabiendo que no encontrarán los motivos.

jueves, 4 de abril de 2013

"Ya no hay hombres como los de antes"



Él lleva sombrero los días de frío y te ofrece su brazo para pasear sin rumbo fijo. En el camino, ese que compartimos,  escuchas sus historias mientras le miras de reojo para observar cómo le cambia el gesto con cada recuerdo.  Sus pasos se detienen cuando algo que merece ser comentado se nos cruza. O son todas esas cosas las que se paran ante su presencia, a ratos traviesa, a ratos serena.

Él dibuja con todo detalle lo que te cuenta. Sin haberlas vivido, sientes cerca las aventuras y las heridas. De su mano recorres paisajes que nunca has pisado y conoces a los suyos, que ya son tuyos también.

Él regala flores para alegrarte el día y te escribe una nota que guardas junto al resto. Luego disfruta contigo del olor que desprenden y te enseña a cuidarlas, y a contemplarlas.

Él pinta tus labios de rojo con la delicadeza de quién se acerca a un lienzo a diario. Le pone el color a la vida, la gracia a la sonrisa.

Él te sienta en sus rodillas y te canta un tango al oído. Sin saber cuánto tiempo llevabas dormida, te despierta para hacerte llorar sin tristeza y elevar cada poro de tu piel.

Él te endulza el ánimo con bombones que se acaban antes de lo debido. Mientras abres con ansiedad la cajita, notas que busca tu euforia porque ése es su regalo.

Él te abre la puerta del coche cuando tú ni habías considerado seriamente esa posibilidad. De repente, tres pájaros levantan con su pico la cola de tu vestido y crees haberte colado en un cuento de hadas.

Él te cocina abriendo mil botes de especias y combinándolas a la perfección sólo con olerlas. Así  declara días de “tu siéntate que yo me encargo” cuando más los necesitas.

Él hace posible que toda la vida sea muy poco tiempo. Pero todo nuestro.

Él es la excepción que confirma la regla. “Ya no hay hombres como los de antes”, me dicen. Y yo sólo puedo reírme.

jueves, 28 de febrero de 2013

Caldo para el frío


 Vuelvo de la biblioteca a casa, por estas calles malasañeras de adoquines brillantes tras dos días de agua-nieve intermitente. Bajo la capucha del abrigo, la piel fría. No reacciona ella, incrédula aún, a la humedad del ambiente. Aferrada al paraguas, como la última provisión de una larga travesía sin final, aligero el paso mientras reviso mentalmente las compras por hacer. Cruzo San Bernardo por la Iglesia de Montserrat, que además de templo fue un día cárcel de mujeres y también salón de baile. El helado viento de Madrid no me deja ni sonreír, y lo hago por dentro, cuando reparo en una nueva casualidad que me brinda lo cotidiano. Y pienso: ¿Es realmente la mente la que lo enlaza todo?  ¿O están las cosas, los nombres y los sitios esperándonos a que de una vez por todas caigamos en la cuenta?
En esas reflexiones estoy cuando me sobrevienen unas ganas inapelables de tomarme un buen caldo. En días así, una taza caliente de lo que sea. Pero de caldo una olla entera, no para entrar en calor, más bien para no salir de él.
Entonces enfilo Espíritu Santo porque es donde encuentro el ave. El tren no, el pájaro. Quién sabe cuántos pollos, gallinas, codornices, pavos, perdices y demás alados entran y salen por las puertas de la Pollería Herrero.  Desde 1923, sirven a cientos de establecimientos de la ciudad. Miles de restaurantes de toda la Comunidad de Madrid cocinan sus productos y casas de todos los barrios y condiciones sumergen su género en agua de grandes ollas.
Estos Herrero son ya los nietos del fundador, Alejandro Herrero Mardomingo. José Ramón y Luis cantan mientras trabajan, sonríen cuando sus manos deshuesan pollos y sirven hígado al peso.  Dominan el espacio. Con la punta del cuchillo apartan los desperdicios tras un corte seco y, con el balanceo de un vals, hacen volar los restos al centro del cubo sin mirarlo. Entonces la faca vuelve a caer sobre la madera. El golpe de gracia. “Esto está hecho”.
Son rápidos, más de lo que a una le gustaría. Cuando entré en la tienda eran seis las personas a por atender. Seis cocinas, seis recetas, seis gustos. Seis preguntas, seis bromas, seis miradas. Seis minutos.  
Los clientes son amigos, familias enteras entrelazadas en las que las nuevas generaciones siguen creyendo en este estilo de relación comercial basada en el largo plazo, en la honradez y el respeto mutuo.
Cuando llega mi turno, me encuentran embelesada mirando. Mientras oía las conversaciones, de fondo, he estado observando la sencillez del suelo y de las vitrinas, la puerta, los cristales. Una luz entre blanca y violeta de carnicería que muestra sin remilgos lo que hay.  La puerta del almacén abierta, dejando a la vista un señor menudo que, sentado en un taburete, trocea pieza a pieza la entrega de la tarde.
Ya con la compra en la mano cojo la Corredera Baja, donde lo tradicional se mezcla con lo alternativo. Conviven colmados con espacios de co-working, barberos de sillón con take-aways. Modas con estilo. Sabios con sabioncillos.
Todos se encogen ante la ventisca y el agua. Yo me hago grande como quién tiene un secreto y pienso: qué bien os sentaría este caldo, vecinos!

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Mi  “Fond de cuisine”, o lo que es lo mismo, Mi Caldo

Un cuarto de pollo
Huesos de un pollo (el que me dio Luis, qué se yo de que parte, he intuido algo pero mejor no mirar mucho, casi toda la osamenta, creo.)
Un cuarto de gallina
Una cucharadita de extracto de buey (Ojo con pasarse, le da mucho sabor)
Dos cubitos de avecrem
Dos ramitas de apio
Dos puerros (si os gusta que tenga sabor, éstos le dan bastante)
Una cebolla
Un par de zanahorias medianas
Un nabo (sabor)
Dos hojitas de laurel
Agua (Obviously)
Sal (añadir al final)

2- 3 horas al fuego,  haciendo chup chup, lentamente, con cariño, casi una infusión. Ya sabéis, lo bueno se hace esperar, pero lo sencillo está al alcance de todos.

domingo, 27 de enero de 2013

Viaje de vuelta


Como en un ritual, recuperando las maneras de antes, cargo el coche de todo lo que faltaba. Cajas que guardan cosas que ni recordaba. Libros, papeles, ropa. Objetos que bien podrían desaparecer sin echarlos de menos. Sin embargo, desembalarlos y ordenarlos de nuevo prescindiendo de lo más superfluo ha sido un ejercicio que, por enésima vez, no me deja indiferente.
Hay reliquias que una almacena con la intención de conservar un momento, un instante dichoso, náufrago de otras corrientes. Es un homenaje, una oda. Son éstas de las que más cuesta desprenderse, pues forman parte del disco duro y formatear siempre es doloroso, por muy necesario que sea para el sistema.
Otros trastos te unen a personas. Son regalos que hace tiempo dejaron de tener valor material pero que, al preservarlos, sirven de lazo y sostienen una unión en ocasiones sólo imaginaria. Frecuentemente son personas que ya no podrás ver nunca más. En este caso, deshacer el lazo es un acto de autoconfianza: creer en que serás capaz de evocar la figura de ese alguien y abrirle la puerta, sin necesidad de disponer de la llave.
Pero las que realmente incordian, las cosas que verdaderamente se acumulan sin ninguna implicación emocional, tan sólo por tener la sospecha de que, quizá, en un futuro puedan ser útiles, esas parecen no acabarse nunca. Se disputan miles de luchas internas cuando llega el momento de decidir, siempre con un interrogante en el gesto, ante la duda de si se estará acertando.

Agotada tras la dura batalla, cierro el maletero y observo a los que me despiden. Se juntan buscando apoyo, el consuelo. Todos apretamos los dientes para que el otro no perciba. Alguno se esconde tras las indicaciones técnicas, pero es obvio que ya no son necesarias. No ahora, porque no van a ser escuchadas.
La angustia oprime el pecho mientras me digo a mí misma que es un segundo, que la sensación desaparecerá tan pronto como Collserola quede a mi espalda.
La escena no es desconocida. La he vivido al menos una vez al año al emprender un viaje el doble de largo. Aunque entonces la angustia se vivía a través de los que hoy me despiden y era de mi de quien surgía el consuelo.
No es difícil librarse de la tristeza cuando se pisa el acelerador y se pone la atención en lo inmediato. El tráfico te engulle y sólo recuerdas que te estás alejando al cruzar la Panedella. Has tenido un momento antes, mientras adelantabas camiones renqueantes. Por el retrovisor, a lo lejos, Montserrat se alzaba sonriendo al sol y has sentido que ambos han venido a acompañarte.

Tras la subida, las vistas vuelven para recordarte lo minúscula que eres, lo insignificante que le resultas al mundo físico, a la Tierra y al cielo, a los ríos y a las nubes. A pesar de ello, te sientes afortunada por poder presenciarlo. Llegas a la terra ferma buceando entre la niebla. Bajas la velocidad y respiras el misticismo de un paisaje ausente.
Los kilómetros pasan muy deprisa porque estás a gusto. Observas las mutaciones del cielo, los colores. Una fina línea de oro sobre la que juegan quijotescos gigantes. Cruzas el meridiano de Greenwich por unos Monegros cada vez más rojos. Haces zoom con tu imaginación, más amplio, dibujando la estela a lo largo del planeta azul. Bajando a toda velocidad, de nuevo, te detienes y te sientas en el techo del coche para contemplar el ocaso.
Dentro la radio suena y te hace compañía. Entre flamencos y pelícanos, marcas el compás en el volante y te arrancas por fandangos. La noche se cierne sobre la carretera. Lo ha hecho lentamente, pero ya está aquí. Y contigo se quedará hasta que llegues a casa. Llevas cafeína, chocolate y garganta para el resto del viaje, así que sólo tienes que pisar.
Antes de que te hayas dado cuenta, estás haciendo el proceso a la inversa. El asfalto cada vez más iluminado, el camino menos solitario. Tu corazón latiendo deprisa y la mente ya en tu destino.




martes, 1 de enero de 2013

Lo que realmente importa


Subiendo hacia el pinar se empieza a sentir el olor a leña. Por mucho que apriete el frío, este aroma te abraza y adormece. Decía Neruda, cómo un árbol que aún estuviera vivo y te alcanzara con sus ramas en un gesto agudo de final.
No hay pesebre sin leña, sin río, sin pastores. Los elementos se repiten pero nunca son los mismos.
Veo las manos de una niña moviendo los tres camellos para hacerlos avanzar cada día. También esas manos forman parte del belén, trazando el camino hacia el portal. Resurge aquí lo interactivo de la representación.

El primer belén fue viviente. En la nochebuena de 1223, San Francisco de Asís homenajeaba así, en una cueva de Greccio, en Italia, el nacimiento de Jesucristo. Luego llegó el interés por perpetuar la obra, las figuras, sólo al alcance de unos pocos. Primero la Iglesia y la nobleza, más tarde el pueblo.
Ahora son muchos los rincones del mundo con tradición belenista y cada uno lo acaba adaptando al lugar, como en un intento de sumar en la historia. Así, aparecen plantas del trópico en pleno desierto y caganés con barretina tras alguna pared solitaria.
Aunque dentro de la forma se oculta el fondo.

Cuando uno se sitúa ante un pesebre siente que hay cosas que no cambian nunca, o no lo hacen en su esencia. A mí me da por remontarme a esos tiempos. Intento imaginar como sería el Nazaret de la época, con una vida áspera, dura, sin las comodidades de ahora. Humilde para la mayoría. Los ropajes, los oficios y hasta la lumbre.
Me encuentro gente sencilla que se acerca caminando por la ladera hacia un pequeño establo que le hace de hogar a alguien. Traen lo que pueden, cada uno algo. Porque sólo ellos saben lo que realmente importa.
                                                                               
Los niños ríen y juegan mientras sacan agua del pozo y aprenden a trabajar la madera.  El mundo gira más despacio, las vidas son más cortas.
Algo así existió, creas o no en la Inmaculada Concepción. Hubo un día en el que el mundo era ese pesebre que ahora montamos. Y no sé yo si es ahora cuando nos va mejor. Mientras lo pienso, paseo por mi tenebroso barrio gótico y su Fira de Santa Llúcia, curioseando las figuras y los portales mientras recorro sus diminutas paradas. Las que vuelven esta Navidad después de haberlo hecho doscientas veinticinco veces antes. Eso sí que es un verdadero milagro.

Belén viviente de Martorelles. Sus vecinos lo preparan e interpretan desde 1976. 



A los que quieran más

http://es.firadesantallucia.cat/ (en castellano)
http://www.pessebresvivents.cat/mapa.htm (en catalán)
http://www.abelenmadrid.com
http://www.belenvivientebuitrago.es/