Él lleva sombrero los días de frío
y te ofrece su brazo para pasear sin rumbo fijo. En el camino, ese que compartimos, escuchas sus historias mientras le miras de
reojo para observar cómo le cambia el gesto con cada recuerdo. Sus pasos se detienen cuando algo que merece ser
comentado se nos cruza. O son todas esas cosas las que se paran ante su
presencia, a ratos traviesa, a ratos serena.
Él dibuja con todo detalle lo que
te cuenta. Sin haberlas vivido, sientes cerca las aventuras y las heridas. De su
mano recorres paisajes que nunca has pisado y conoces a los suyos, que ya son
tuyos también.
Él regala flores para alegrarte
el día y te escribe una nota que guardas junto al resto. Luego disfruta contigo
del olor que desprenden y te enseña a cuidarlas, y a contemplarlas.
Él pinta tus labios de rojo con
la delicadeza de quién se acerca a un lienzo a diario. Le pone el color a la vida,
la gracia a la sonrisa.
Él te sienta en sus rodillas y te
canta un tango al oído. Sin saber cuánto tiempo llevabas dormida, te despierta
para hacerte llorar sin tristeza y elevar cada poro de tu piel.
Él te endulza el ánimo con
bombones que se acaban antes de lo debido. Mientras abres con ansiedad la
cajita, notas que busca tu euforia porque ése es su regalo.
Él te abre la puerta del coche
cuando tú ni habías considerado seriamente esa posibilidad. De repente, tres
pájaros levantan con su pico la cola de tu vestido y crees haberte colado en un
cuento de hadas.
Él te cocina abriendo mil botes
de especias y combinándolas a la perfección sólo con olerlas. Así declara días de “tu siéntate que yo me
encargo” cuando más los necesitas.
Él hace posible que toda la vida
sea muy poco tiempo. Pero todo nuestro.
Él es la excepción que confirma
la regla. “Ya no hay hombres como los de antes”, me dicen. Y yo sólo puedo reírme.