martes, 10 de diciembre de 2013

Motivos


Tras meses de ausencia, secuestrada por el trabajo durante noches y días, vuelvo a coger paleta y pincel para jugar de nuevo con los colores. Tiempo de cambios, de viajes, de cortas y hormigueantes esperas. Los días pasan tremenda y peligrosamente deprisa cuando vives al máximo y duermes poco. Porque trabajar también es vivir, aunque muchos se empeñen en autoconvencerse de lo contrario. No estás dormido, ni estás muerto. Simplemente estás...trabajando. Volcando tus horas en tareas que, cuando te gustan, te envuelven.
En el momento en el que esta ola de acontecimientos pasa, lo que queda vuelves a ser tú. El tú más esencial y más sincero. Durante algunos años cambias a menudo de ideas, de mensajes. Tu personalidad se expande, porque así debe ser, y pareces no reconocerte en cada mirada que echas al espejo. En cambio últimamente, exceptuando ciertos tsunamis emocionales, vuelves a parar y a encontrarte con lo que conoces y con lo que, además, no quieres cambiar porque te define.

Y a todas éstas, en un nuevo e improvisado fin de semana solitario, te adentras en una antigua estación de tren, llena de cosas antiguas y de gente que, en cierta manera, también lo es...
Una fría pero soleada mañana de invierno te enfundas en tu recién no-estrenado abrigo de pelo negro (o así es como se le debería llamar a la primera vez que te pones algo de segunda mano que acabas de adquirir) y buscas intencionadamente el calor de la gente y de los trastos. Y de ambos entremezclados.
El Mercado de Motores es hoy para mí, sin duda, la musa que vuelve sin avisar, la chispa que ilumina unas brasas desde dentro.
Llego a la antigua estación de Delícias, que hasta el año 1969 vió partir trenes hacia Cáceres y Lisboa, y ya me contagia la música que sale de las cuerdas del bajo y las guitarras de cuatro ángeles que se sitúan junto a la puerta. Sí, ángeles desgreñados, con camisas de cuadros y barba de semanas, pero lo que tocan me resulta lo más fresco y, a la vez, lo más profundo que he oído en mucho tiempo. El sol se refleja en los grandes cristales de la fachada principal de la estación, que hace hoy de museo, y donde se exponen piezas de trenes, espectaculares maquetas y vagones de cuento que un día transportaban sueños.
Al entrar, acompañada aún de la icónica melodía, me golpean olores y sonidos que evocan precisamente lo que esas paredes guardaron hace no demasiado tiempo. El aroma del café recién hecho se mezcla con un resquicio de olor a carbón que sale de la techumbre. El barullo del gentío se convierte en telón de fondo de mi visita. Alguna voz acuciante le da la perspectiva a la escena.

De una ojeada compruebas levantando la vista que la historia está bien hilada. Una atmósfera nada forzada, diría que bien conseguida, parte del lienzo ya de por sí inspirador. Puestos y tenderos seleccionados con inteligencia y buen gusto. Variedad y casi ningún elemento de relleno.
Juguetes clásicos, papiroflexia, sombreros y tocados, juegos de mesa, gafas y bisutería, pajaritas, quesos y panes, vinos y aceites, ropa, muebles y un sinfín de trastos usados y nuevos se suceden ante mis ojos esta mañana de domingo.
Dentro los comerciantes y fuera, entre las ocres hojas de unos imponentes plátanos madrileños, gente vendiendo las cosas que le sobran para, imagino yo, comprar lo que le falta.
Afortunadamente, este es uno de esos días en los que nadie me espera y el tiempo me sobra. Es por eso que encuentro un par de joyitas y regateo por ellas. Me pierdo de nuevo entre la multitud, observando vajillas y telas, e intentando retener en mi memoria en qué puesto tienen aquello que me interesa, para abordarlo en la segunda pasada.
Intento imaginar, mirando al que pone precio a sus cosas, el por qué de la decisión. Y, quizá me equivoco al pensar que tiene que haber un motivo.

¿Es necesario tenerlo? ¿No deberíamos, al contrario, buscar el pretexto para quedarnos las cosas?


Es posible que nos dé pánico comprobar que muchas veces no existe. Que no hay una razón para no desprendernos de algo y dejar así que vaya a parar a unas nuevas manos que le den otra vida.
En los exteriores de Motores encuentras gestos que se mueven entre la pena y la alegría,  entre la valentía y el miedo de quienes se atreven a buscar en tus ojos sabiendo que no encontrarán los motivos.