domingo, 27 de enero de 2013

Viaje de vuelta


Como en un ritual, recuperando las maneras de antes, cargo el coche de todo lo que faltaba. Cajas que guardan cosas que ni recordaba. Libros, papeles, ropa. Objetos que bien podrían desaparecer sin echarlos de menos. Sin embargo, desembalarlos y ordenarlos de nuevo prescindiendo de lo más superfluo ha sido un ejercicio que, por enésima vez, no me deja indiferente.
Hay reliquias que una almacena con la intención de conservar un momento, un instante dichoso, náufrago de otras corrientes. Es un homenaje, una oda. Son éstas de las que más cuesta desprenderse, pues forman parte del disco duro y formatear siempre es doloroso, por muy necesario que sea para el sistema.
Otros trastos te unen a personas. Son regalos que hace tiempo dejaron de tener valor material pero que, al preservarlos, sirven de lazo y sostienen una unión en ocasiones sólo imaginaria. Frecuentemente son personas que ya no podrás ver nunca más. En este caso, deshacer el lazo es un acto de autoconfianza: creer en que serás capaz de evocar la figura de ese alguien y abrirle la puerta, sin necesidad de disponer de la llave.
Pero las que realmente incordian, las cosas que verdaderamente se acumulan sin ninguna implicación emocional, tan sólo por tener la sospecha de que, quizá, en un futuro puedan ser útiles, esas parecen no acabarse nunca. Se disputan miles de luchas internas cuando llega el momento de decidir, siempre con un interrogante en el gesto, ante la duda de si se estará acertando.

Agotada tras la dura batalla, cierro el maletero y observo a los que me despiden. Se juntan buscando apoyo, el consuelo. Todos apretamos los dientes para que el otro no perciba. Alguno se esconde tras las indicaciones técnicas, pero es obvio que ya no son necesarias. No ahora, porque no van a ser escuchadas.
La angustia oprime el pecho mientras me digo a mí misma que es un segundo, que la sensación desaparecerá tan pronto como Collserola quede a mi espalda.
La escena no es desconocida. La he vivido al menos una vez al año al emprender un viaje el doble de largo. Aunque entonces la angustia se vivía a través de los que hoy me despiden y era de mi de quien surgía el consuelo.
No es difícil librarse de la tristeza cuando se pisa el acelerador y se pone la atención en lo inmediato. El tráfico te engulle y sólo recuerdas que te estás alejando al cruzar la Panedella. Has tenido un momento antes, mientras adelantabas camiones renqueantes. Por el retrovisor, a lo lejos, Montserrat se alzaba sonriendo al sol y has sentido que ambos han venido a acompañarte.

Tras la subida, las vistas vuelven para recordarte lo minúscula que eres, lo insignificante que le resultas al mundo físico, a la Tierra y al cielo, a los ríos y a las nubes. A pesar de ello, te sientes afortunada por poder presenciarlo. Llegas a la terra ferma buceando entre la niebla. Bajas la velocidad y respiras el misticismo de un paisaje ausente.
Los kilómetros pasan muy deprisa porque estás a gusto. Observas las mutaciones del cielo, los colores. Una fina línea de oro sobre la que juegan quijotescos gigantes. Cruzas el meridiano de Greenwich por unos Monegros cada vez más rojos. Haces zoom con tu imaginación, más amplio, dibujando la estela a lo largo del planeta azul. Bajando a toda velocidad, de nuevo, te detienes y te sientas en el techo del coche para contemplar el ocaso.
Dentro la radio suena y te hace compañía. Entre flamencos y pelícanos, marcas el compás en el volante y te arrancas por fandangos. La noche se cierne sobre la carretera. Lo ha hecho lentamente, pero ya está aquí. Y contigo se quedará hasta que llegues a casa. Llevas cafeína, chocolate y garganta para el resto del viaje, así que sólo tienes que pisar.
Antes de que te hayas dado cuenta, estás haciendo el proceso a la inversa. El asfalto cada vez más iluminado, el camino menos solitario. Tu corazón latiendo deprisa y la mente ya en tu destino.