Me chifla ver cómo hasta James Bond se afilia a lo antiguo, él que siempre se sirve (o le sirven) de los más avanzados aparatitos tecnológicos. Hoy su mejor gadget es un cuchillo.
Resulta innegable el paso de los años, también en el
mito. Es humano, nos cuentan ahora. Y me gusta. Tiene inseguridades, vicios y
debilidades. A mi entender, es algo que lo hace imperfecto y, por ello,
mucho más real.
Bond vuelve con la misma lealtad de siempre envuelta en un
fino papel de experiencia. Sus fuerzas no son las de antes, tampoco lo es su
precisión. Pero su decadencia existe sólo para los demás, aquellos que se
quedan únicamente con lo que se ve. Inconscientes.

Se afeita con cuchilla antigua mientras se reafirma en que,
en ocasiones, lo antiguo es lo mejor. Supongo que pensará lo mismo al echarle un
trago al Macallan de 50 años que ahora le acompaña.
El pasado le ayuda a creer en un futuro, a pelear por él.
Nos enseña su Escocia natal para refugiarse del peligro. A nosotros y a M. Y no
es gratuito. Cuando uno enseña sus orígenes lo hace como abriéndose el alma,
como diciendo de aquí sale todo lo que soy y todo lo que tengo. Dándole al otro
el permiso para escudriñar en la historia, aún sabiendo que no lo hará porque
no lo necesita. James Bond nos transporta a la suya conduciendo un Aston Martin
del sesenta y pico que, aunque incómodo y lento, provoca un orgasmo de
reminiscencia a más de uno. La música, la primera de todas, armoniza el
reencuentro.
La destartalada ermita junto a la tumba de sus padres sirve
de telón, de cierre. Una despedida como otras que ya hubieron y tantas otras
que habrán. Porque Bond, todavía, no quiere jubilarse.